Momentos de existencia
Moments of existence

25 febrero 2018

Gabriel Cualladó. El Rastro, Madrid, 1980-81

Es mucho lo que se ha escrito sobre Gabriel Cualladó. Su trabajo fotográfico concita, además, una poco frecuente unanimidad, de modo que valoraciones y juicios críticos sobre su obra se repiten a menudo aquí y allá. Un breve repaso por los textos que he releído para preparar estas líneas no ha hecho sino confirmar ideas y conceptos comunes en muchos de ellos. Así, se habla de imágenes de su mundo cercano y familiar, de la sencillez de su estilo, de su intimismo, de su humanismo fotográfico, de su talento como retratista, de la poesía que supo extraer de la realidad de todos los días, etc. Es lógico. Quiero dejar claro desde este mismo instante que participo en gran medida de todas esas opiniones que a menudo se quedan cortas para enjuiciar la obra de uno de nuestros más grandes fotógrafos. Todo eso se ha dicho ya, y aunque ha de ser inevitable que vuelva en algún punto sobre esas cuestiones, no quisiera repetir excesivamente lo que otras voces han fijado hace bastante tiempo.

Me gustaría, eso sí, revisar en este texto mis propias ideas sobre las imágenes de Gabriel Cualladó, tal vez porque hay un punto a partir del cual, una vez asumidas esas ideas, tendemos a dejar de lado el esfuerzo de revisión o de reflexión que siempre es conveniente practicar si no queremos hacernos demasiado mayores. Sé muy bien que es intentar algo quimérico: mirar lo tantas veces mirado como si fuese nuevo, buscar otra imposible ‘primera vez’.  Es decir, regresar, volver a un tiempo pasado, rejuvenecer.

La primera vez que tuve ocasión de hablar con Cualladó fue en 1980, con motivo de una entrevista que le realicé para la revista de la AFCN, que entonces yo dirigía.[1] Mis preguntas, hoy releídas, me parecen bastante pesadas, rayando en lo impertinente. Se hablaba mucho entonces del ‘estatismo frontal’, de sus bondades y sus inconvenientes. Yo quise forzar un poco al personaje que ya entonces era. “¿Qué es lo peor del estatismo frontal?, ¿no es ya historia ese modo de hacer?, ¿no es demasiado repetitivo?”, etc. Me contestó como era él, con suave y amable contundencia, con una lógica aplastante, pero dejando lejos cualquier atisbo de altivez y más aún de prepotencia. Era un hombre afable, resultaba muy difícil que te cayese mal. Además, era obvio que se esforzaba especialmente con los jóvenes, y yo entonces lo era.

Cada generación fotográfica necesita su espacio, y ese espacio se ha de conquistar casi siempre a costa de la generación anterior, contra la que tendrá que rebelarse antes o después. Cualladó había capitaneado de alguna manera, desde finales de los años cincuenta, la rebelión contra un estado de cosas caduco. “La fotografía española se había detenido en no sé qué época negándose a acompañar a la Humanidad en su camino a través de los años”, clamaba ya en 1957.[2] En contra de lo habitual en la España de esos años, Cualladó era un hombre bien informado, en cantidad y en calidad.[3] Recibía habitualmente revistas, libros y catálogos que devoraba con avidez antes de hacerlos circular, como se ha dicho en numerosas ocasiones, en su círculo de influencia. Es en ese sentido uno de los primeros fotógrafos españoles en asumir la importancia de la formación, entendida no solo como el deseo de beber en la fuente de los clásicos, sino sobre todo como una voluntad de conexión consciente con cuanto se movía en el exterior, como un esfuerzo de sintonía con la idea de modernidad, algo de extrema importancia en un país cerrado a cal y canto, como era la España de los cincuenta. Y, desde luego, algo a lo que muchos fotógrafos españoles no eran muy dados entonces.

Sería excesivo, sin embargo, en el conflicto generacional del que fue uno de los principales protagonistas, hablar de ‘matar al padre’, como suele hacerse. Cualladó no estuvo nunca por la idea freudiana de matar artísticamente a nadie. Si he conocido a alguien conciliador a propósito de estas cuestiones, ese alguien ha sido él. A este hombre le interesaba la fotografía, y le interesaba de verdad, despojada de idioteces que no sirven más que para perder el tiempo (su espíritu conciliador ni siquiera le hubiese permitido usar el término idioteces). Esto se puede entender mejor cuando, un par de décadas después, llegue otra generación, la nuestra, con ínfulas parecidas, con la pretensión maximalista de hacer tabula rasa. Las diferencias con las posiciones de fotógrafos como Gabriel Cualladó eran evidentes, basta echar un vistazo a la revista Nueva Lente. En muchos aspectos, el enfrentamiento fue duro y, si se me permite decirlo, la sangre sí llegó al río. No debe hablarse de ese nuevo choque generacional en términos de irrelevancia, a menos que se haga con los impulsos ya serenados.[4] Es verdad que, con el tiempo suficiente, suele haber una suerte de reconciliación. Pueden atestiguarlo, por ejemplo, a las afirmaciones de Jorge Rueda[5] o, sobre todo, de Pere Formiguera, [6] dos exponentes, cada uno a su modo, del ansia de renovación. Cualladó fue una pieza clave en el apaciguamiento de las aguas, siempre generoso, tendiendo el puente franco de la amistad. ¿Íbamos a matar al padre bondadoso que tiende la mano, que comprende, que se hace cómplice y amigo? El flujo generacional provoca siempre roces y choques. Si alguna vez no los hay, será motivo de preocupación. Debemos ser desplazados por quienes van a sucedernos, y estos últimos tendrán que entender que su ruptura, considerada en el tiempo, no será mucho más que eso, otra forma de sucesión.

Gabriel Cualladó. Escuela de flamenco, Madrid, 1960

Estaba el aval de sus imágenes. No es poca cosa. No hubiese podido desempeñar ese papel de engarce sin sus fotografías. Aunque el verdadero impulso de su notoriedad fotográfica se produce a partir de los primeros ochenta, Cualladó era sobradamente conocido ya en los círculos fotográficos desde un par de décadas antes. Sus imágenes ofrecían una doble autenticidad. Por una parte, venían legitimadas porque representaban uno de los mejores ejemplos de ruptura con el estado de cosas anterior, como se ha dicho. Hay en su trabajo una nítida voluntad de abandono de un anquilosado modo de entender la fotografía, una decisión firme de adoptar un camino diferente, en consonancia con lo que se hacía en otros lugares, una decisión tomada en los primeros compases de su carrera fotográfica que le llevó a establecer una línea que ya no abandonaría nunca. De hecho, en Cualladó no hay apenas evolución en ese orden de cosas, o yo no soy capaz de percibirla. Por otro lado, sus fotografías eran la expresión sincera de su posición en el mundo, no tanto de una forma de ver como de una forma de estar. Entre sus imágenes y su personalidad hay un vínculo indisociable que tampoco se disolverá a lo largo de su trayectoria. Su trabajo era un aval convincente de su forma de entender la fotografía y, aunque suene un poco ampuloso, de su forma de entender la vida.

Y, por si fuese poco, también fue adquiriendo consistencia, paulatinamente, el aval de la colección fotográfica que fue conformando a lo largo de su vida. Lo que inicialmente fue una importante adquisición de libros, con el paso del tiempo y la apreciación de las diferencias entre el original y la copia, se fue convirtiendo en una espléndida colección de fotografías, una de las más significativas de España. Pude comprobar, con motivo de la primera exposición de una parte de esos materiales fotográficos,[7] el alcance de la fuerza de Cualladó como coleccionista. También lo fui del modo en que ese ímpetu se traducía en un desorden espectacular tanto en lo que se refiere a la conservación de las imágenes como a veces a su mera identificación. Inicialmente compraba y adquiría fotografías siguiendo los impulsos de sus propias apetencias, pero con el tiempo se fue dejando notar en la colección el asesoramiento de quienes le orientaban. Aun así, él estaba orgulloso de que se pudiese identificar en las imágenes de la colección a su propietario: “Mis gustos, mis obsesiones, se ven perfectamente reflejados… mi huella es evidente”, confesaba después de una muestra de parte de la colección en Montpellier.[8] Solo hasta cierto punto me parece que eso es tan evidente como él quería.  Cualladó compraba inicialmente a golpes de corazón, pero los impulsos afectivos fueron acusando influencias posteriormente. Es casi inevitable que eso ocurra. En la medida en que una colección coge vuelo, necesita asesoramientos. Inicialmente pudo ser, como se ha señalado, una colección de artista, aunque se fue transformando poco a poco en una colección de coleccionista.[9] Pero de lo que no cabe duda es de que su compromiso con la fotografía, en todos los sentidos, era ejemplar y constituía una referencia.

En cierto modo, podríamos decir que Cualladó prescinde del tema. Dicho de otra forma, la elección temática es la vida, su propia vida: sus amigos, sus familiares, las situaciones anodinas en momentos con frecuencia poco significantes, entresacados del fluir diario. Está lejos de mi intención sugerir una ausencia de afectividad. Todo lo contrario, el afecto marca el rumbo del trabajo del fotógrafo, determinado en una buena parte por sus seres queridos o cercanos, por algunos amigos o simplemente por personas que se han cruzado en un momento dado en su camino, pero que no le son ajenas. En todo caso dejan de serlo cuando esos personajes salen de la indiferencia, cuando se significan para él y pasan a ser motivos fotográficos que quiere personificar también para nosotros. Es evidente, por eso, y se ha dicho, que en realidad sus fotografías son recuerdos.[10] La naturaleza de esos recuerdos es algo sobre lo que tendremos que volver.

En el momento de la toma, Gabriel Cualladó elige entre la solemnidad del acto fotográfico y la simple captura ‘espontánea’. En el primer caso, la solemnidad tiene que ver casi siempre en eso a lo que antes hemos llamado ‘estatismo frontal’, que él con tanta convicción defendió en la entrevista mencionada. Las más de las veces la situación concluye en los territorios del retrato, como se decía en tiempos, del ‘retrato ambientado’. Es un retrato de tiempo lento, inquisitivo por ambas partes, de miradas y pensamientos sostenidos. Se dice que lo mejor del trabajo de Cualladó está en su poder para el retrato. Yo no estoy seguro. Sí y no, según se mire. “Si consigues aislar a una persona ante la cámara, puedes conocerla más profundamente. En ese momento hay algo especial entre el sujeto y el fotógrafo que establece esa comunicación”, me decía en 1980.[11] Hay entonces un tiempo suspendido que realmente tiene muy poco que ver con la instantánea. Se trata de la técnica más antigua, obligatoria para el retrato durante buena parte del siglo XIX. “Eso ya lo hacía Nadar –continuaba Cualladó–, ha sido y es válido”.  Nos empeñamos a veces en poner nombres a las cosas en nuestro afán por controlarlas y reducirlas. Por otra parte, evidentemente no es tan simple como parece. No consiste en colocar al personaje ante la cámara y disparar. “Hay algo más”, decía Cualladó, aunque yo no supe entonces, y bien que me arrepiento ahora, profundizar en ese ‘algo más’.

Gabriel Cualladó. Niña peinándose, 1958

Puedo hacer, tantos años después, algunas reflexiones. Podría intentar descomponer ese acto fotográfico en alguna de sus fases. Algo, alguien mejor, llama su atención. Quizás se trata de un deseo que viene de lejos, o es una idea surgida de pronto. Cualladó es un hombre lento de movimientos, pero rápido de mente. A estas alturas, ya está situado en un punto de interés. Convendría decir que, generalmente es al revés, el interés lo ha detectado desde el punto en que se encuentra. Puede haber un diálogo, verbal o gestual, con la persona que quiere fotografiar. Él prefiere que sea así. Es un hombre que inspira confianza. No se trata de un fotógrafo que va saltando de aquí a allá para ‘robar’ la fotografía, aunque sobre este asunto del robo habrá que hacer algunas matizaciones. Su rostro es amable, y su interlocutor se siente seguro, aunque no sea alguien cercano, de su círculo. Por la cabeza de Cualladó ya ha pasado todo aquello que se ha de eliminar del encuadre (casi todo, el proceso de ‘vaciamiento’ empieza en la toma, pero se cerrará después en el cuarto oscuro). Queda ese momento largo, con sus variantes, de tensión, de cruce de miradas enlentecido, casi estático –silencio paralizado, se ha dicho– en el que se perfilarán los últimos matices, quién sabe si los más importantes. Debe ser ese ‘algo más’, ¿dos soledades que se encuentran y se miran? Evidentemente estamos ante un modo de hacer que suele ser característico del retrato.

A veces, las fotografías de Gabriel Cualladó no responden a ese planteamiento. Como es sabido, él manifestó con frecuencia su querencia por el ‘ensayo fotográfico’, siguiendo la estela de su admirado W. Eugene Smith. Fueron ensayos, para él, las series dedicadas a “Les Halles”, “La Cervecería Alemana”, “La Real Sociedad Fotográfica de Madrid” y “El rastro”, por ejemplo, o el más tardío y extenso “Cualladó. Puntos de vista” (Museo Thyssen). Pero tendríamos que comenzar por definirlo. Decir que un ensayo es el desarrollo fotográfico de un tema desde una posición subjetiva, es insuficiente. El hilo del pensamiento de quien lo lleva a cabo es lo que debe establecer el itinerario del ensayo. No es, por tanto, de la realización de un guión más o menos predeterminado de lo que estamos hablando. El propio trabajo fotográfico va a ir generando su evolución. Señala Jean François Chevrier que, sin embargo, “sus realizaciones en este campo (del ensayo) han quedado extremadamente limitadas”,[12] y recuerda que Cualladó “jamás ha acompañado sus imágenes de ningún comentario crítico… nunca ha adoptado la actitud de testigo comprometido”. Es probable que, desde una ortodoxia histórico-crítica (?), el modo en que Cualladó ha realizado sus ensayos resulte insuficiente. El ‘compromiso’ del fotógrafo, en su caso, se circunscribe al ámbito de lo íntimo, de lo personal, lo que no tiene por qué invalidarlo en modo alguno. Llama la atención, desde luego, lo poco que este autor ha escrito –y aun dicho– de sus imágenes. Queda constancia, de cuando en cuando, de algunas observaciones breves. Sabemos que se refiere a su fotografía como ‘directa e intimista’, que rechaza la definición de ‘neorrealista’ que se suele hacer (y que en todo caso sería más pertinente aplicada a su primera etapa), que acepta el calificativo de renovador de la fotografía española (aunque no es él quien lo manifiesta directamente), y poco más. El ensayo, además, no es una secuencia, no basta con adoptar un modelo narrativo con principio, desarrollo y final, un modelo al que Cualladó se deja deslizar peligrosamente. Sin embargo, la revisión de estos ensayos, aun cuando su configuración definitiva no esté demasiado clara a veces –salvo quizás en el trabajo en el Thyssen- sí arroja luz sobre el hilo de sus pensamientos. Y si hay algo que queda de manifiesto con carácter general, es que ese hilo remite en todos los casos a la personalidad del fotógrafo, a su manera de ver y de sentir.

En sus ensayos, el retrato pierde presencia, y la cobra un sentido dinámico de la escena, aunque su modo de trabajar no se aleja demasiado del ya descrito para el retrato. Hay una fase previa, de conocimiento del lugar y del hecho. Escribe Tomás Llorens que, para realizar el trabajo en el Museo Thyssen-Bornemisza, al principio y durante bastante tiempo, Cualladó prescindió de la cámara.[13] En otros ensayos, como los dedicados al Rastro, la Cervecería o la Real Sociedad Fotográfica, evidentemente conocía el ‘terreno’ en profundidad, y por lo tanto ya tendría una idea más o menos ajustada de lo que quería hacer. No así en el ensayo dedicado a “Les Halles”, en París. Tal vez es por eso que, a mi juicio, es el menos notable, no existe una familiaridad previa con el lugar. Hubiese necesitado más tiempo y un mejor conocimiento. También es cierto que el Cualladó de “Les Halles” es menos maduro. Aun siendo así, en un lejano 1962, el fotógrafo deja constancia ya entonces de sus querencias y de su estilo fotográfico. El sentido dinámico de la escena le revela la insuficiencia del encuadre y la necesidad de buscar soluciones para la composición que pasan no pocas veces por la aceptación de algún tipo de fuerza centrífuga que sitúa los personajes en los bordes, apartados del centro del encuadre, fragmentados, oblicuos, alejados aparentemente de cualquier forma de participación en el hecho fotográfico, incluso hostiles a ese hecho. El fotógrafo está en el lugar en que está, y prefiere forzar el encuadre a cambiar de posición, sabedor de que ese cambio sería tanto como la pérdida de la imagen. Está claro que hay una influencia más americana que francesa, cercana a Robert Frank, que se traduce en desequilibrios, a veces formales (líneas, cortes abruptos), a veces conceptuales (momentos vacíos, irrelevancia temática). A pesar de todo, Cualladó es capaz de encontrar una suerte de ‘equilibro desequilibrado’, en el que otros elementos que conforman la imagen van a jugar su papel.  “Un desencuadre, por audaz, por arbitrario que sea, no basta para quebrantar la ley la ley del encuadre”, escribe Jean François Chevrier.[14] Puede que no. Pero está claro que, en los usos de la fotografía en España anteriores a los años sesenta, la determinación de Gabriel Cualladó fue tanto como la irrupción de un mundo nuevo, un mundo que hubiese llegado igualmente sin él, pero que le sitúa sin contestación liderando el cambio y ensanchando el camino. Sin muchos aspavientos.

Por otro lado, entre la aquiescencia del modelo que participa en la realización de una fotografía y la ignorancia de estar siendo fotografiado, caben muchas posibilidades. Todas ellas, de menos a más, implican algún tipo de ‘robo’, en el sentido que damos a esa palabra los fotógrafos. Dicho de otro modo, hay muchas formas de robar, y Cualladó no es ajeno a ellas. Una afirmación como la de Josep V. Monzó de que Cualladó “no necesita robar ninguna imagen”[15] es válida solamente desde la convicción, permítaseme, de la integridad moral del ladrón, sobre la que no tengo ninguna duda. Un buen fotógrafo maneja recursos técnicos y estéticos que la persona fotografiada desconoce, y es obvio que va a utilizar esos recursos a su conveniencia. “Hay un abismo enorme de sofisticación fotográfica entre fotógrafo y sujeto”,[16] un abismo que deja indefenso a este último. Es indudable que no hay ninguna idea perversa en la cabeza de Cualladó, pero también lo es que los fines que persigue con sus imágenes pueden quedarle muy lejos a la persona fotografiada. Desde la óptica del humanismo fotográfico, que tantas veces se menciona al hablar de Gabriel Cualladó, es inevitable que el fotógrafo construya y nos entregue su propio mundo elaborado a partir del mundo de los otros, que él está en condiciones de interpretar y modificar, es evidente que utiliza a quienes están ante su cámara. No lo podría hacer de otra forma, se me dirá, y así es, pero eso no cambia la relación de fuerzas entre el fotógrafo y el sujeto, que casi siempre pasamos por alto.

El humanismo, en fotografía, presenta diversas caras. La presencia reforzada del ser humano en las imágenes puede dar lugar a consideraciones profundas sobre su razón de ser y su presencia en el mundo, en nuestro mundo, y van del trabajo al ocio, del bullicio al silencio, de la sociabilidad a la soledad radical, de la mirada complaciente a la mirada crítica. En su libro “La fotografía humanista”, Marie de Thézy escribe que esa fotografía humanista “deberá perseguir el descubrimiento de la belleza en el mundo, la bondad inherente de la persona y la poesía de la realidad”.[17] Todo en esta especie de definición de objetivos resulta inconsistente. ¿Qué es la belleza del mundo? ¿Es el hombre inherentemente bueno? ¿En qué consiste la poesía de la realidad? Términos como belleza, bondad o poesía tendrían que ser diseccionados para formar parte de una verdadera definición. Y eso no es posible. El problema de las etiquetas suele ser el de que permanecen más y mejor cuanto más inadecuadas parecen. El vasto campo del humanismo podría convenir a la mayor parte de las fotografías, si no a todas. En cualquier caso, del propio término se desprende que el hombre ha de estar en el centro de los intereses del fotógrafo, y que la construcción de la imagen deberá girar en torno a él. En general, la fotografía humanista destila claramente la idea de la dignidad del ser humano, y en apoyo a esa idea central, podemos detectar otras igualmente significativas a su lado, y que podríamos resumir: creo en el hombre, comparto destino con él.

Creer o compartir serían así, respectivamente, sinónimos de futuro y presente, y también de esperanza y de dolor. Cualladó tenía hechas sus elecciones vitales a ese respecto y, como una continuación natural, sus elecciones fotográficas. Utilizó a sus modelos para refrendar su postura vital. Su obra quedaría inscrita en lo que llamamos humanismo como la consecuencia más lógica de su modo de estar en el mundo, de sentir el mundo de cada día. Tal vez por eso es también pertinente considerar que su trabajo fotográfico no es otra cosa, al fin, que un diario íntimo.

Gabriel Cualladó. Puntos de vista, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid, 1993-94

De la mirada de Cualladó, “azul, afilada y a veces tan distante”,[18] hablan sus hijos. Nadie mejor para acercarse a sus ‘infinitos silencios’, que ellos recuerdan intensamente como intervalos en los que las fotografías se podrían estar gestando en algún lugar del pensamiento del fotógrafo. Las imágenes de Gabriel Cualladó son a menudo graves, sombrías, tristes. De nuevo, compartir más que creer. Escapan a esos adjetivos algunas que, sobre todo, tienen que ver con los niños, imágenes portadoras de una ternura que, a la que vez que les concede un espacio propio, amplio, tiende a hacerlos mayores, al identificar sentimientos que uno diría se alejan de la infancia. Los niños, en sus fotografías, son portadores igualmente de reflexiones serias. Sí, hay sonrisas, pero son pocas en el conjunto de su quehacer.

Y está después la oscuridad, las sombras. Son numerosos los analistas que han escrito sobre su importancia. El trabajo de Cualladó está atravesado por espacios reservados a lo oscuro, que yo diría que hay valorar justamente en tanto que presencia constante en sus imágenes.  Evidentemente no es solo un recurso formal necesario para ocultar áreas de la escena en favor de otras, es que la reducción del contenido icónico implica el afloramiento de otra realidad, oscura, más allá de las apariencias. Él fue consciente de la carga de sombra y de tristeza que llevó a sus fotografías. Recuerda Carlos Pérez-Siquier las declaraciones de Cualladó en el ya lejano 1958: “Mis fotos respiran una profunda tristeza. ¿Influencia de mi carácter? ¿Es la vida auténticamente…, desgraciadamente así? No lo sé. Ahí están mis obras”.[19] Sus obras se sumergen y nos sumergen en un mundo de sombras en el que la reducción de los detalles y de la información desempeña un papel esencial que conduce a la imagen a otro lugar, a un estado emocional detenido, escapado de alguna eternidad sombría que ocupaba un espacio primordial en su cabeza. Y ello desde el principio hasta el final de su trayectoria, desde la “Vieja en la estación” (1957) o “Niña peinándose” (1958) hasta “Sin título, Madrid” (mujer sumergiéndose en un cuadro negro, Thyssen, 1994). En ocasiones, la negrura suplanta descripciones o rostros, vaciándolos hasta el absoluto, totalmente. No quedan entonces ni siquiera la máscara o el atisbo de algo (mujer en la calle de la Paz, París, 1962, u hombre con un sombrero en el Rastro, Madrid, 1981). Al negro le asignamos, en las imágenes, un poder dramático –que sin duda tiene–, pero por encima de todo es en su obra un lugar en el que sumergirse. El blanco sí puede serlo, pero el negro nunca es un vacío, está habitado, es tanto como las entrañas de la imagen. Aunque no podamos verlas, siempre están ahí.

“Piensas que el fotógrafo busca esa oscuridad”, advierte Belén Gopegi, quien después añade: “La marea oscura de cuerpos es deliberada y necesaria”.[20] Necesaria significa nuevamente que el fotógrafo detecta algo que tiene necesidad de compartir. Las sombras constituyen numerosas veces el territorio propio de sus personajes, y eso ocurre porque esas mismas sombras son igualmente ‘su’ espacio natural, algo que entiende muy bien. Hay una observación de Jean-Claude Lemagny que establece un vínculo entre la obra de Cualladó y la de Paul Strand. “Las cosas y las gentes, en ambos, están en su más elevado momento de calma, de gravedad y de solemnidad humilde”,[21] observa Lemagny, quien también menciona “los grandes espacios de sombra” que acechan a las figuras en las fotografías de Cualladó. A propósito de las copias ‘oscuras’ de Paul Strand, John Berger escribió que no eran tanto oscuras como ‘densas’, es decir, llenas de sustancia “en cada centímetro cuadrado”.[22] Esta es, acaso, una diferencia notable. La sustancia, en fotografía, tiene densidad, y deviene de un modo natural en copias oscuras.[23] Ocurre en el caso de muchos fotógrafos, desde luego ocurre en Strand y en Cualladó, pero en este último, además, la oscuridad forma parte de un proceso de reducción que a menudo solo preserva unos pocos rasgos sustanciales, tal vez incompletos, incluso solo esbozados. Gran parte de su generación rindió culto a la copia fuertemente contrastada, de grises densos y negros profundos que conforman en la imagen áreas impenetrables.

Pero solo en apariencia. En Cualladó no son áreas que inviten a entrar, entrar no es la palabra. Si acaso lo sería sumirse, como sugerí antes. “Ninguna expresión plástica puede ser más que el residuo de una experiencia”, según Man Ray. Queda finalmente la certeza de que la fotografía, en el caso de Gabriel Cualladó, ha sido una experiencia cercana al dolor, difícil de explicar pero que entendemos muy bien, la evidencia de una tristeza que contiene también algo casi balsámico, detenida un instante, compartida entre el fotógrafo y sus personajes y que se prolonga ahora en nosotros. Queda la imagen y su residuo físico, la copia, con su geometría oscura de tiempo interrumpido, con su densidad de momento esencializado.

[1] Revista AFCN (Agrupación Fotográfica y Cinematográfica de Navarra, Pamplona, núm. 295, marzo de 1980)

[2] Cualladó, Gabriel, “Cómo hago mis fotografías”, revista Arte Fotográfico, septiembre de 1957.

[3] Cánovas, Carlos, “Entre dos rupturas” (“Tiempo de silencio”, Pere Formiguera, Fundació Caixa de Catalunya, Barcelona, 1992).

[4] Fontcuberta, Joan “·Sangre, sudor y fotos” (“Homenatge a Gabriel Cualladó”, Instituto Valenciano de Arte Moderno, Valencia, 2003, catálogo de la exposición comisariada por Josep V. Monzó).

[5] Rueda, Jorge “Deseo” (“Homenatge a Gabriel Cualladó”, op. cit.)

[6] Formiguera, Pere, “De la quinta a la cuarta con un abrazo a destiempo” (“Fotógrafos de la Escuela de Madrid”, Museo Español de Arte Contemporáneo, 1988).

[7] Por invitación de Guillermo Basagoiti, entonces director del Centro de escultura de Candás, Museo Antón, escribí un texto para el catálogo de la exposición “150 años de fotografía. Propuesta para una colección. Gabriel Cualladó”.

[8] Garde Herce, Antonio, “Entrevista a Gabriel Cualladó”, “Nueva revista”, núm. 054, noviembre 1997.

[9] Fontcuberta, Joan, “Col.leccionar per a la historia” (“Imatges escollides. La col.lecció Gabriel Cualladó”, IVAM-Centre Julio González, Valencia, 1993.

[10] Calvo Serraller, Francisco, “Una forma de mirar” (“Gabriel Cualladó, fotografías”, IVAM, Valencia, 1989.

[11] Revista AFCN, op. cit.

[12] Chevrier, Jean François, “La mirada humanista”, (“Gabriel Cualladó, fotografías), op. cit.

[13] Llorens, Tomás, “Donde ni los ángeles osan” (“Cualladó. Puntos de vista”, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid, 1995)

[14] Chevrier, Jean François, “La mirada humanista”, (“Gabriel Cualladó, fotografías), op. cit.

[15] Monzó, Josep V., “A Gabriel Cualladó” (“Homenatge a Gabriel Cualladó”), op. cit.

[16] Stathatos, John, “Imágenes para el final del tiempo” (“La certeza vulnerable”, David Pérez (ed.), Gustavo Gili, Barcelona, 2004).

[17] Cita de Francisco González Fernández (“Gabriel Cualladó. Fotografías”, Área de Cultura del Cabildo de Tenerife, 1996)

[18] Cualladó, Gabriel, Ángeles, Antonio y Alfonso Cualladó, “Homenatge a Gabriel Cualladó”, op.cit.

[19] Cualladó, Gabriel, revista AFAL, núm. 13, abril 1958, citado por Carlos Pérez-Siquier (“Homenatge a Gabriel Cualladó”, op. cit.)

[20] Gopegi, Belén, “Miradores” (“Cualladó. Puntos de vista”, op. cit.)

[21] Lemagny, Jean-Claude, (“Homenatge a Gabriel Cualladó”, op. cit.)

[22] Berger, John, “Para entender la fotografía”, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2015.

[23] Cánovas, Carlos, www.carloscanovas.com/site/category/blog/, “Paul Strand y las copias con sustancia”, 2015.