Lladosa. Alrededor de mi ciudad

2 enero 2002

Julián Lladosa

Julián Lladosa. Benifaió, 1996

Lo que llamamos “paisaje” no es otra cosa que un invento cultural, y la misión del artista ante el paisaje no consiste sino en propiciar un ensanchamiento de ese mismo horizonte cultural. Por supuesto que son posibles otras posiciones en relación a lo que, desde hace mucho tiempo, constituye un género clásico. Es evidente también que los modos de “ensanchamiento” de ese género pueden ser muchos y diferentes. Sin embargo, considerada la historia de nuestro medio –de cualquier medio habría que decir– todos esos modos deberían compartir una característica común que los validase: el deseo de ampliar los límites de nuestra apreciación estética del paisaje.

Soy consciente de los riesgos que representa cualquier planteamiento basado en lo que, utilizando una terminología más frecuente en territorios mucho más prosaicos, podríamos llamar “valor añadido”. Se me dirá que ese enfoque nos llevaría a pasar por alto, por ejempo, relaciones del artista con el arte basadas, espero ser bien entendido, en lo “sentimental”. Sin embargo, la queja sería injusta. La “hondura” de sentimientos no es otra cosa que un ensanchamiento “hacia adentro”, es decir, en profundidad, pero ensanchamiento al fin.

Ensanchar es crear. Sobrepasar los límites para verirficar qué hay más allá de ellos es crear, tanto da que esos límites estén a un lado o a otro, hacia fuera o hacia dentro. Ahondar es crear. Llegado a este punto, hace años que termino en la misma constatación. La cita es del escritor cubano José Martí, que lo dijo con rotundidad y precisión: «Cuando las cosas son buenas, son nuevas. Confirmar es crear».
La transformación de un espacio cualquier en lo que denominamos paisaje, bien lo sabe Julián Lladosa, significa una cierta capacidad para adoptar esquemas de apreciación de ese espacio. Pero si esos esquemas, además, no son el resultado de una adopción sino que llevan consigo el valor de una propuesta, estamos ante un «creador» de paisajes.

En ese sentido, la propuesta de Julián Lladosa está ligada, por una parte, a lo que podríamos considerar su paisaje habitual, aspecto que él subraya desde el mismo título –estos son paisajes “alrededor de su ciudad” y, por lo tanto, muy conocidos y seguramente queridos por él–,  y por otra a la necesidad de poner de manifiesto que esos mismos paisajes tienen también un lado desconocido, oculto y oscuro, bellamente siniestro, que encierra a la vez un sentido crítico hacia las derivaciones del entorno propio y la celebración de una belleza rescatada justamente donde menos suele buscarse: en medio de un paraje conocido-desconocido, en medio de la noche, en medio de la soledad.

Alrededor de nuestras ciudades, viene a decirnos Julián Lladosa, se tiene la dolorosa conciencia de la pérdida. Nuestro modo de vida, y es norma universal, significa a la larga la muerte de lo rural, la desaparición de lo que ya suena a concepto artístico trasnochado: la naturaleza. En el mundo del futuro no hay sitio para ella. Lo que llamábamos campo está quedando condenado a su mera funcionalidad. Incluso hemos conseguido reducir los “parques naturales”, paradójicamente, a reductos acotados y restringidos. En cambio las ciudades son manchas urbanas en constante crecimiento, como dijo alguien, filamentos urbanos entrelazados por una destructora red de arterias.

En ese marco todo lo rural ha ido adquiriendo el aspecto desolado de las “afueras”, lugares de tránsito que sólo se explican malamente por las servidumbres que nuestra civilización necesita alrededor de los núcleos urbanos. Lo espantoso de todo esto es que, si algo queda patente en esos lugares, aunque suene muy cursi, es la falta de amor. Esos escenarios no son queridos por nadie. Si acaso los consideramos un mal necesario. Desde el confort de nuestras ciudades  podemos desear y añorar la naturaleza que hemos perdido. Pero estos terrenos de la periferia no representan sino la conciencia de nuestra miseria, nos recuerdan a cada paso el precio que hemos debido pagar y que vamos a tener que seguir pagando.

Son una invitación a mirar hacia otro lado, a buscar en otra parte. Pues bien, allí, en medio de esos parajes sin identidad, la cámara de Julián Lladosa ha buscado con ansiedad, a la luz de la luna, un modo de amar. Consciente de sí mismo, el fotógrafo se interroga y nos interroga. Pero sobre todo, creo yo, nos dice que siempre hay otra manera de mirar, que hay, en el enclave abandonado a su suerte donde termina-empieza cualquier ciudad, en el recodo de paso que ni es ciudad ni es campo porque participa de las dos cosas –y del puro vacío–, en cualquier camino a ninguna parte, a oscuras y a deshoras, un espacio para la reflexión y para el disfrute de la belleza serena que pueden conservar, a pesar nuestro, aquellos lugares a los que a menudo se la hemos robado.

Momentos de verdad, a solas, de los que quedan fotografías de pálidas luces y colores fríos, imágenes para selenitas de este planeta, como Julián, seres bañados por la luz de la luna, empeñados “absurdamente”, qué cosa tan tonta, en ensanchar los límites del paisaje.

Publicado en el libro Julián Lladosa. Alrededor de mi ciudad. (AFG, Guadalajara, 2002)

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