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Poesía implícita
IMPLICIT POETRY

18 agosto 2022

Olite, 2020

Tuvo que esperar bastante tiempo la fotografía para que se considerase seriamente que lo poético iba implícito en el mismo hecho fotográfico. Es a partir de Walker Evans cuando esa consideración toma cuerpo. Hizo falta, por tanto, que la fotografía adquiriese conciencia de su poder documental, lo que, en principio, podría parecer algo paradójico si se considera que «lo documental» pide, en principio y por principio, algo así como la «ausencia» del autor. No obstante, el propio Evans se encargaría de introducir un importante matiz en el tema proponiendo el concepto de «estilo documental» como más pertinente que el de «fotografía documental».

La cuestión se centraría, por lo tanto, en la necesidad o no del autor como alguien capaz de dotar a la fotografía de una determinada condición o cualidad poética. Pero, ¿qué es lo que intentamos expresar cuando decimos que lo poético va implícito en el hecho fotográfico? A mi modo de entender, se trata de algo similar a la condición que también se asigna a la fotografía cuando se subraya que el hecho fotográfico es, por naturaleza, de carácter surrealista. ¿Hay algo más surrealista, escribió Susan Sontag, que la pretensión de obtener un duplicado del mundo? Igualmente, podríamos decir, ¿no es radicalmente poético detener el reloj para apropiarnos de un instante, aprehender un fragmento del flujo espacial que nos envuelve?

Creo, en efecto, que esa captura de lugares y de instantes es en sí misma poética, pero también creo que por sí sola no es suficiente. En realidad, dentro de la fotografía caben muchas poéticas. Aunque finalmente todas implican poesía, son distintas, y sus diferencias obligan a elegir una posición al autor, quien, además, al hacerlo, inevitable o decididamente, tenderá a impregnarla con su personalidad, incluso hasta cuando esta sea difusa o inconsistente.

Las fotografías se acercan a lo verbal, aun cuando no son verbales. Palabra e imagen comparten origen y destino. Como imágenes que son, las fotografías participan de ese principio y final. En su raíz surrealista, poética, mágica hay un punto impreciso y remoto de conexión original con lo humano, aunque no sea más que en su imperfección, en su precariedad. ¿Y si, después de todo, esa poética implícita en la fotografía no fuese más que una difusa expresión de todo eso, de carencias y anhelos no cristalizados, condenados a vagar eternamente siendo y no siendo al mismo tiempo?

Photography had to wait quite a long time before the poetical came to be seriously considered as something implicit within the self-same photography. It is only from Walker Evans onwards that this consideration begins to take form. It was very necessary for photography to acquire an awareness of its documentary power, something, in principle that might seem paradoxical when you consider that “documentary” pleads for, in principle and as a principle, something like the “absence” of the author. Nevertheless, Evans himself would take on the task of introducing an important nuance to the theme by proposing the concept of a “documentary style” as being more pertinent than “documentary photography”.

Consequently, the question would be centered on the need or not for an author to be seen as someone who is capable of providing photography with a determined condition or poetic quality. But, what is it that we are trying to express when we say that the poetical is implicit in the fact of photography? As far as I am concerned, we are dealing with something similar to the condition that is also assigned to photography when the fact is underlined that photography is, by nature, of a surrealistic character. Is there anything more surrealist, wrote Susan Sontag, than the aspiration to obtain a duplicate of the world? Equally, we could say: is it not a radically poetic thing to detain the clock in order to take hold of an instant, to apprehend a fragment of the spacial flux that envelops us?

I believe, indeed, that that capture of places and instances is, in itself, poetical, but I also believe that this fact alone is not enough. Within photography lie many poetics. Although all of these imply poetry, they are different, and their differences oblige the author to choose a position. On choosing a position the author will, inevitably or decidedly, tend to impregnate it with his personality, even when that personality is inconsistent or diffused.

Photographs come close to the verbal, even when they are not verbal. Word and Image share origin and objective. Like the images that they are, photographs participate in this beginning and end. In their surrealist root, poetical and magical, there is an imprecise and distant point of connection with the human, even if that is only in its imperfection and in its precariousness. And if, after all, that implicit poetics in photography were nothing more than a vague expression of all that, of yearnings and shortcomings which have not solidified, but rather are condemned to wander forever, being and not being, at the same time?


Publicado en el libro «Estratos. Fotografía y palabras» / Published in the book «Strata. Photography and Words».


Lo bello y el deseo

12 junio 2022

Pedro Salaberri

En 1928 Albert Renger-Patzsch publicó su famoso libro de fotografías “Die Welt ist schön” (El mundo es hermoso). El título, por sí solo, siempre me hace pensar en el trabajo de Pedro Salaberri. Sin embargo, el título propuesto inicialmente por el fotógrafo fue “Die Dinge” (Las cosas), aunque terminó por plegarse a los deseos de los editores. Cuesta un poco, hojeando las páginas del libro, asimilar las fotografías de unas hormas para calzado o unos cables eléctricos al ideal clásico de belleza. El libro de Renger-Patzsch tanto recibió las alabanzas de quienes valoraron positivamente la reacción a los excesos del pictoricismo anterior (Thomas Mann) como el rechazo de aquellos que vieron en la neutralidad de las imágenes una ausencia del compromiso político que juzgaban imprescindible (Walter Benjamin).

A pesar de consideraciones tan dispares, ambos razonamientos, bien mirado, son válidos. Muchos siglos después de que algunos vocablos fuesen “inventados”, aún no hemos conseguido definirlos. Así, por ejemplo, realidad o belleza, aunque podríamos sumar unos cuantos más. Está en su naturaleza que no lo logremos nunca. Podemos percibirlos, pero son inaprehensibles. Tienen demasiado que ver con cada uno de nosotros, con nuestra manera de ser y de estar. La pintura, me dijo Pedro Salaberri en alguna ocasión, tiene que emocionar. Un cuadro debería ser el lugar donde los sentimientos se hagan reconocibles. Dicho de otra forma y tal y como él lo entiende, el autor debe ser capaz de emocionarse ante sus motivos, ya sean cielos, prados, montañas o casas. Es su forma de estar ante esos motivos. Pero también debe ser capaz de trasladarlos a un cuadro, convertidos en superficies de luz y de color, desde su sentida necesidad vital de emocionarnos. Es su manera de ser.

Escribió Diderot que el arte es una ficción digna de ser contada a gentes sensatas. Hay demasiada racionalidad en esa afirmación. Pasa por alto que es al menos un destello de locura, una pizca de trastorno o siquiera de obsesiva necesidad lo que da razón de ser a la ilusión artística. Quizás, sencillamente, el arte es una ficción que debe ser contada por gentes capaces de emocionarse y de emocionarnos. Soy consciente, al decir esto, del creciente descrédito de lo emocional en el ámbito artístico, convertido hoy para muchos en un reclamo sin mayor interés. Sin embargo, la emoción no me parece más desdeñable que la necesidad de originalidad a cualquier precio, aunque esa originalidad termine tantas veces en insípidas ocurrencias conceptuales.

Los cuadros de Pedro Salaberri parecen pintados hacia atrás, por eliminación, como si cada vez que el pintor retrocediese dos pasos para contemplar el lienzo en ejecución, decidiese qué cosas son prescindibles, de cuántas capas puede ser despojada la imagen para llegar a la esencia vibrante de color que a él le interesa y que nos desea proponer. De ese deseo, hondamente sentido, nace toda su pintura: hacernos partícipes de la emoción de la belleza como él la vive. Naturalmente “el mundo” a menudo no es hermoso. Las cosas -eso que llamamos la realidad- suelen ser también desagradables, dolorosas y crueles. Salaberri no lo ignora, cómo iba a ignorarlo, pero cree que merece la pena que nos detengamos un instante para poder decirnos, con esa suavidad suya, que siempre hay un punto donde su deseo de lo bello puede hacerse también nuestro.


Publicado en Diario de Noticias, 12-06-2022


El amarillo Bergotte
The Bergotte Yellow

4 junio 2022

Cullera, 2017

Llamamos paisaje a algo que no es más que un fragmento de un territorio, y usamos la palabra para designar tanto una visión directa del mismo como su representación visual en una pintura, una fotografía o cualquier otro medio. El paisaje resulta de una elección de entre las infinitas posibles. Una voluntad, una decisión es lo que le otorga la existencia.

Como sucede siempre, la elección se apoya en decisiones anteriores y estas, a su vez, en otras previas –es una creación cultural–, y así sucesivamente hasta aquella imagen primigenia que pudo servir un día lejano para definir la palabra, para asentar su consistencia conceptual, ahora ya de difícil delimitación. No es extraño, ocurre con muchos términos, desde luego con los artísticos. También por eso estos últimos lo son.

La noción de paisaje tiene su propia evolución, desde la conexión inicial con la naturaleza y a través de una progresiva carga cultural, hasta una interiorización que parece desconectar en cierto modo con aquella. Considerado desde otro ángulo se podría hablar de un recorrido desde la majestuosidad de lo cuantitativo hasta la inspiración de lo cualitativo, quede dicho sin deseo de hacer juicios de valor. Los sucesivos estados de esa evolución podrían ser naturaleza/territorio, paisaje natural, paisaje urbano, paisaje cultural, paisaje interior.

Marcel Proust hizo morir a Bergotte en los vaivenes de esos dilemas, que naturalmente no son exclusivos de las artes visuales. Bergotte, ante la Vista de Delft, de Vermeer, pasó de la precisión perfecta del cuadro a la sutileza de la pequeña mancha de pared amarilla. Mirándola, contemplando su delicadeza y su exactitud evocadora, se dijo «así debería haber escrito yo», antes de rodar muerto por el suelo un instante después. Esa mancha es un mundo perfecto dentro de otro, un fragmento en el fragmento que es todo paisaje, sea una montaña, una pared, una nube o una ola. Incluso cabe, después de todo, que tal mancha ni siquiera exista.

We call landscape something that is nothing more than a fragment of a territory, and we use the word to designate as much a direct vision of that thing as a visual representation in a painting, a photograph or whatever other medium. The landscape comes about as a result of a choice between infinite possibilities. A wish, a decision is what bestows existence on it.

As always happens, the choice is supported by previous decisions, and those, at the same time, on other previous ones – it is a cultural creation –, and so on successively to that original first ever image which could have served on some distant day to define the word, to secure its conceptual consistence, now of a difficult delimitation. That is not so strange, it occurs with many terms, and certainly with the artistic ones. That is why these latter ones also are.

The notion of landscape has its own evolution, from its initial connection with Nature and through a progressive cultural load to an interiorization that seems to disconnect in a certain way with that original one. Considered from a different angle, we could perhaps talk of a journey from the majesty of the quantitative to the inspiration of the qualitative; let it be said, without any wish to reach a judgment of any values. The successive states of that evolution could be nature/territory, natural landscape, urban landscape, cultural landscape, interior landscape.

Marcel Proust made Bergotte die amid fluctuations of those kinds of dilemma, which, are not, naturally enough, exclusive to the visual arts. Bergotte, facing the painting, the View of Delft, from Vermeer, passed from the perfect precision of the painting to the subtlety of the small stain of yellow wall. Gazing at it, contemplating its delicacy and its evocative exactness, he said to himself “that is how it should have been written”, before dropping dead to the floor an instant afterwards. That stain is a perfect world within another world, a fragment within the fragment that all landscape is, be it a mountain, a wall, a cloud or a wave. It could even be, after all, that such a stain did not even exist.


Publicado en el libro «Estratos. Fotografía y palabras» / Published in the book «Strata. Photography and Words».


Apenas
Barely

1 abril 2022

Käthe Kollwitz. Madre con su hijo muerto, 1937 (Berlín, 2007)

Como fotógrafo, he simpatizado siempre con las esculturas. Puede que no sea muy inteligente por mi parte, y seguramente obedece a mi propia deformación: la escultura como una fotografía en tres dimensiones, como un objeto eternamente inmóvil y dependiente de la luz. Sin ella, como la misma imagen fotográfica, no es nada.

Realizo fotografías a las esculturas siempre que tengo oportunidad. No pretendo imágenes descriptivas. Si acaso, evocadoras, puede que alejadas de las intenciones de su autor. Estudio el ángulo desde el que les alcanza la luz. A veces espero a que ese ángulo cambie. Si es posible vuelvo otro día, en otro momento. Pero hasta ahora, nunca les había “robado” la luz.

El estruendo de la guerra reduce al silencio demasiadas cosas. La destrucción que significa nos deja sin respiración, enmudecidos. El ruido de los cañones oscurece el cielo, pisotea el canto de los pájaros, aplasta la risa y el llanto de los niños. El hombre, de nuevo, matándose a sí mismo. Como se suele decir, la cultura construye y la guerra destruye. Lo ennegrece todo. Nos acerca más y más a nuestro abismo oscuro.

He dejado sin apenas luz esta serie de esculturas. Todas ellas, antiguas o recientes, más o menos conocidas, son portadoras de alguna tensión. Cuando esa carga tensional se resuelve en una obra de arte, nos enriquece y nos orienta, aunque nos aflija o nos duela. Sin embargo, ahora, con el horror de fondo, solo hay un apagamiento. He llevado las imágenes hasta el límite del no ser. Queda un leve residuo de luz. Me niego a la total desesperanza.

As a photographer, I have always sympathized with sculptures. That may not be very intelligent of me, and it is probably due to my own distortion: the sculpture as a photograph in three dimensions, as an immobile object eternally dependent on light. Without it, like the photographic image itself, it is nothing.

I take photographs of the sculptures whenever I have the opportunity to do it. I do not intend descriptive images. If anything, evocative, perhaps far from the author’s intentions. I study the angle from which the light hits them. Sometimes I wait for that angle to change. If possible, I’ll come back another day, at another time. Until now, I had had never «stolen» their light.

The noise of war silences too many things. The destruction it means leaves us breathless, speechless. The noise of the cannons darkens the sky, tramples on the song of the birds, crushes the laughter and the crying of the children. The man, again, killing himself. As is often said, culture builds and war destroys. War blackens everything, bringing us closer and closer to our dark abyss.

I have left this series of sculptures with barely any light. All of them, old or recent, more or less known, carries a lot of tension. When that tensional charge is resolved in a work of art, it enriches and guides us, even if it afflicts or hurts us. However, now, with the horror in the background, only a blackout occurs. I have taken the images to the limit of non-being. A slight residue of light remains. I refuse the hopelessness.


Texto introductuorio exposición «Apenas», Estudio 22, abril/mayo/junio 2022 / Introductory text exhibition «Barely», Estudio 22, Logroño, April/May/June.


Realismo traumático
Traumatic Realism

28 abril 2020

Pamplona-Iruña, 2014

El término «realismo» resulta poco elocuente en el mundo de la fotografía. Esta, por las características del dispositivo que produce las imágenes, está condenada a una relación directa con aquello que se encuentra ante la cámara. Más que en cualquier disciplina, la palabra realismo debe ir seguida de otra para ser verdaderamente significante. En la escala de ese realismo que necesita siempre otra palabra, podríamos ascender (?) siguiendo una evolución del mismo que terminaría con su propia disolución: estético, poético, mágico, fantástico… surrealismo.

Quizás eso que llamamos lo real no es más que algo que, en principio, no es representable en una imagen. En nuestro pensamiento, que condena nuestra mirada, habrá siempre algo que va más allá. «La realidad, escribió Nabokov, es una palabra que no significa nada sin comillas». Sin ellas, el concepto de realidad queda plano. Cuando tomamos conscientemente una fotografía, colocamos esas comillas para dar entidad a lo que de suyo no la tiene. Lo que llamamos realismo no es más que una forma de intentar poner énfasis en algo de lo que nos rodea.

La realidad, para serlo, nos necesita, necesita nuestra mirada consciente, y esta es la resultante de complejos procesos culturales en los que el lenguaje –verbal y visual– es determinante. No es posible ver la realidad si no es a través de la «pantalla-tamiz» (Lacan), un filtro –esencialmente cultural– que, en un mundo como el nuestro, con la cultura dominada por la tecnología visual, adquiere connotaciones como poco inquietantes.

La realidad, dice Ortega y Gasset, es simplemente enigma, eso que «se nos opone». «Lo que nos rodea y resiste», escribirá María Zambrano. Late un principio de beligerancia entre la realidad y el yo en ambos casos. En su relación con la realidad, el fotógrafo lucha, lo sepa o no, para descubrir-confirmar-imponer su mirada. Con diferentes intensidades, esa relación implica un trauma. Alguien me escribe para decirme, sobre la fotografía que acompaña este texto, que le recuerda en cierto modo a los trabajos que se suelen agrupar bajo el epígrafe de «realismo traumático». Antes de disolverse en el surrealismo, el realismo traumático muy bien podría ser el peldaño que completase la escala que he planteado unas líneas más arriba. Aunque, bien mirado, el término tal vez no es tanto una categoría como una propiedad de nuestra relación como fotógrafos con el mundo, seguramente producto de un exceso de nuestra mirada.

The term “realism” turns out to be not very eloquent in the world of photography. Photography, due to the characteristics of the device that produces the images, is condemned to a direct relationship with that which stands before the camera. More than in any other discipline, the word realism should be followed by another word in order to be truly significant. On the scale of that realism which always needs another adjective we could ascend (?) following an evolution of the word which would terminate with its own dissolution: aesthetic, poetic, magical, fantastic… surrealism.

Perhaps that what we call real is nothing more than something that, in principle, is not representable in an image. In our thoughts, which condemn our gaze, there will always be something that goes beyond, way beyond. “Reality, wrote Nabokov, is a word that means nothing without inverted commas”. Without them, the concept of reality remains flat. When we conscientiously take a photo, we place those inverted commas in order to give an entity what on its own, it does not have. What we call realism is nothing more than a form of attempting to put emphasis on something of what surrounds us.

Reality, to be so, needs us, needs our conscious gaze and that is the result of complex cultural processes in which the language – verbal and visual – is determinant. It is not possible to see reality as it is, if it is not through the “screen-filter” (Lacan), a filter – essentially cultural – that, in a world such as ours with culture being dominated by visual technology, acquires connotations that are somewhat disturbing.

Reality, says Ortega y Gasset, is simply enigma, that which “opposes us”. “What surrounds us and resists” María Zambrano would write. A principle of belligerence pulsates between reality and the “I” in both cases. In his relationship with reality, the photographer struggles, whether he knows it or not, in order to discover-confirm-impose his gaze. At different intensities, this relationship implies a trauma. Someone has written me to tell me, about the photo that accompanies this text, that it reminds him in a certain way of the works that are usually grouped under the heading of “traumatic realism”. Before dissolving itself into surrealism, traumatic realism could very well be the step that completes the scale of which I spoke some lines earlier. Although, looking closely, the term is perhaps not so much a category as a property of our relationship as photographers with the world, most likely the product of an excess in our gaze.


Publicado en el libro «Estratos. Fotografía y palabras» / Published in the book «Strata. Photography and Words».




De lo fotográfico (II)

16 febrero 2018

De la serie «A propósito» (Elena Goñi, El río -fragmento-, 2002). Huarte 2011.

Lo fotográfico existe desde mucho antes de 1839. No son pocos quienes opinan que es prehistórico. La huella oscura de una mano en la pared de una caverna no es otra cosa que un ancestro de la fotografía. El contacto entre la mano y la pared habría sido breve y profundo a la vez, dejando una mancha sagrada. Queda la certeza de que alguien estuvo ahí, y de que el hecho ocurrió. La mirada inteligente del dueño de aquella mano y la nuestra ahora son contiguas, no parecen alejadas por miles de años, al revés, son tan inseparables como lo que representan la mano, el hacer, y el ojo, el reconocer.

Paradójicamente, la llegada de la fotografía significó más bien una cierta ruptura con la idea de “lo fotográfico”, aunque obviamente nadie lo llamase así entonces. Lo fotográfico sería un gesto, una configuración de la escena, un instante de revelación vislumbrado primero, y diseccionado y reconstruido por el artista después, tanto daría que lo hiciese por medio de la palabra o de la mano, aunque su naturaleza es radicalmente visual. Dicho de otro modo, es un instante «impresivo» y expresivo extraído de lo visual y por definición fugaz, recompuesto en su esencia significante. La fotografía no estaba en condiciones, en el siglo XIX, de asumir ese reto. Solo después de un intenso desarrollo técnico podrá acercarse a un concepto como ese que, eso sí, colonizará y usurpará con sus propios atributos. No hay que confundir lo fotográfico con la instantaneidad, aunque resulte de un destello fugaz, repentino, porque lo importante no es la velocidad del destello, sino la destilación quintaesenciada –y por tanto lenta– que alguien es capaz de extraer de él y de recrear más tarde en su lenguaje artístico (incluido el fotográfico). Cobra así un sentido muy especial el concepto de «imagen latente» que, en función de lo dicho, no sería tan exclusivo de la fotografía.

Que lo que digo no es un descubrimiento queda de relieve con un simple vistazo a la historia del arte. Los ejemplos son innumerables, y cada uno podría hacer su propia antología al respecto. La selección revelaría que lo fotográfico es un concepto cambiante, difícil de definir y quizás, después de todo, inaprehensible. Concierne a todas las disciplinas. Podemos analizar unos ejemplos. “Tras los montes de violeta / quebrado el primer albor, / a la espalda una escopeta, / entre sus galgos agudos, / caminando un cazador”, escribe Antonio Machado en “Amanecer en otoño. Campos de Castilla”. Sergei Eisenstein recuperó esos versos para ilustrar gráficamente su idea del montaje cinematográfico. A mí me parece que también ejemplifican muy bien lo que trato de explicar si reducimos su narratividad a una sola imagen. En Gradiva, “la que camina”, lo fotográfico viene dado por la gracia del movimiento, los pliegues del vestido arremolinados sobre los pies, la ligereza de estos, el gesto general dinámico y decidido. «La joven de la perla», el famoso cuadro de Vermeer, implica hoy una lectura más dudosa. Vermeer anticipó el estudio fotográfico: la ventana, como una caja de luz definiendo un moderno plató. La joven que nos mira, que quizás nos habla, constituye un brillante ejercicio de iluminación, en el límite de lo excesivo. Su cromatismo es fotográfico a más no poder. Posa para una cámara, y el “fotógrafo”, además de haberlo dispuesto/teatralizado todo, ha estado atento. El hecho, claro está, es que hoy nuestra mirada está condicionada por la fotografía, que tiene mucho que ver con el éxito de este cuadro en las últimas décadas. Trasladamos a la pintura, como si descubriésemos algo, las pautas fotográficas que heredamos un día de ella. Lo de menos es que la perla sea o no sea perla.

Muchos de los cuadros de Elena Goñi parecen empapados de un sentido de “lo fotográfico” muy especial. Uno diría que están levemente tensionados por fuerzas sutiles, pero esas fuerzas son más poderosas de lo que parece a primera vista. Detrás de los colores suaves y la apariencia plana se esconde un mundo intenso. Una suave niebla nos hace demorarnos ante estas pinturas. Hay tres tipos de momentos determinados por lo fotográfico: los solemnes, que incluso en el ámbito familiar tienden a lo envarado, los anecdóticos, que tanto me afligen como fotógrafo, y los banales, en los que se diría que nunca terminamos de creer del todo, aunque constituyen el grueso de nuestra existencia. Escribe André Rouillé que el arte-fotografía representa un tránsito de la profundidad a la superficie, llevando el plano modernista (Greenberg) a una superficialidad posmoderna. En las imágenes de Elena Goñi el tránsito es inverso, va de la superficie a lo profundo. Lo banal no es más que una materia prima en bruto, lo fotográfico es la nobleza de una escena, de un instante cuando los despojamos de la vacuidad de eso que se ha popularizado como instantánea o, al revés, cuando conseguimos elevar a categoría lo que solo en apariencia es vacuidad.


De lo fotográfico (I)

19 diciembre 2017

Miguel Leache. Un callejón en Shanghai.

Miguel Leache. Un callejón en Shanghai.

El uso de cualquier técnica artística implica la aceptación de una distancia con eso que, sin que sepamos qué es, llamamos lo real. La fotografía, la más realista de las artes, y una de las más tecnificadas, “se inventó” para que “la naturaleza se copiase a sí misma”, lo que tanto apunta a una irrelevancia de la noción de autor –un pecado original que persiste– como representa una pretensión imposible. La placa daguerrotípica o la pantalla del ordenador, tan separadas en el tiempo, son al fin dispositivos que se alejan radicalmente de la naturaleza poniendo tecnología de por medio.

La apariencia de realidad, en cualquier arte, no es más que una confesión de impotencia, una aceptación de los límites de la representación, del simulacro. Si los acabamos pasando por alto es como consecuencia de un pacto que hemos aceptado. Es algo extensivo a todas las artes, se trate del teatro, de la pintura o de la cinematografía, por ejemplo. Las acuarelas de Miguel Leache dejan clara, desde el título de la exposición (Correspondencias), la existencia de esa distancia insalvable a la que me refiero, así como la necesidad del acuerdo tácito entre las partes para participar en el juego.

La técnica es a la vez un instrumento y un obstáculo para trasladar a otro el “aparecer irremplazable de lo real”. Tal como yo lo interpreto, ese aparecer es previo, pertenece a la experiencia de un lugar, de una cosa, de una persona. Sea literatura, sea pintura, sea fotografía, lo irremplazable lo es por principio, y únicamente la constatación intensa de su existencia, cuando hay alguien sensible de por medio, es lo que origina el deseo de proponerlo a otros, de compartirlo. Recuerdo haber hablado hace tiempo con el autor de esta exposición sobre la naturaleza patética de todo intento artístico. Correspondencias certifica a mi juicio ese carácter patético que, por otra parte, está en la más noble raíz de la experiencia artística. Patético en un doble sentido: como desgarro ante una imposibilidad de la que se es consciente desde el primer momento, y como algo tocado por el pathos, en tanto que reacción intensa a una experiencia. “Todos los temas, por el hecho de ser fotografiados, están tocados por el pathos”, escribió Susan Sontag.

Lo fotográfico, aunque pueda ser muchas cosas a la vez, está en el corazón de las acuarelas de Miguel Leache. Estas visiones recortadas, de colores cálidos, parecen recreaciones, escenarios más que lugares reales. Por su voluntad de precisión y de detalle, se alejan también de lo tópico en la acuarela. El proceso (técnico) de su creación e incluso la destreza en su elaboración subrayan una inevitable distancia con la experiencia de quien estuvo allí, en el lugar. En su aparente fidelidad fotográfica es como si quisieran regresar, recuperar la esencia de lo real. Pero lo real, en tanto se convierte en imagen, deja de serlo. Queda así abierta la fértil vía de las correspondencias.


Correspondencias. Sala Polvorín, Ciudadela de Pamplona. Del 17 de noviembre de 2017 al 7 de enero de 2018.


Umbra. Principio y fin

13 septiembre 2017

mauricio-dors

Mauricio d’Ors. Umbra.

Dios hizo la luz desde las sombras. Desde las tinieblas, se dice en los libros sagrados. Lo hizo para alumbrar la historia y echar a andar los tiempos, lo hizo también, sin duda, para que la fotografía se pudiera inventar algún día. La luz es la conciencia del universo, el origen de la vida y el principio del bien. Pero al mismo tiempo, la luz lleva consigo su naturaleza efímera. Lo que es eterno es la tiniebla, la noche, la sombra. Hablamos de la noche eterna de los tiempos, nos consta la brevedad de los días y de la luz.

Las fotografías de “Umbra” (Mauricio d’Ors, 2017) son inevitablemente deudoras de la noción de principio, sea este cósmico o fotográfico. Son imágenes que parecen emerger de la sombra en que estaba el caos primigenio. Todas las fotografías de “Umbra”, sumadas, son un vistazo furtivo a ese caos. Su valor individual apenas cuenta. Lo que importa es el conjunto, la suma de sombras y luces en su danza infinita, en sus posibilidades inagotables. Es esa danza azarosa lo que las aproxima equívocamente al juego. Si pudiésemos ver desplegadas en una pared todas las imágenes de “Umbra”, percibiríamos mejor que el mosaico final que conforman constituye una imagen única, siempre cambiante, siempre la misma en su eterno movimiento.

Toda luz está habitada por algún fuego, y todo fuego tiene un principio, que desconocemos, y un final, que sabemos cierto. El mismo fuego del infierno terminará un día, no puede ser eterno. Debemos mirar estas fotografías como se miran los destellos en su fugacidad, los efímeros vaivenes que componen las llamas, irrepetibles por su naturaleza aleatoria, previsibles solo en sus límites. Sombras y luces componen animales, vegetaciones, rocas, cuerpos, fragmentos misteriosamente grandes o pequeños, no se sabe. Obsesiones, deseo, miedos, ilusión, pálpitos… Figuras indefinidas moviéndose al compás de las horas, de los días, figuras a las que estas fotografías no conceden la solidez del ser ni la línea firme del límite.

Nos envían al chispazo inicial pero, al mismo tiempo, se diría también que están prontas a su fin, que han sido registradas en un declive, no en un albor, que algo se acaba. Acaso las luces van a languidecer, a extinguirse poco a poco, cada vez más inciertas, acaso las sombras van a recuperar lo que fue suyo. No habrá ya después un día luminoso. Sin embargo, quedan certezas en la oscuridad. Verdad dice quien dice sombra, escribió Paul Celan. Hace bien el autor al confesarse enfermo de las sombras. Coleccionista de sombras, enfermo de sombras es, al fin, todo fotógrafo.


Umbra. Fotografías Mauricio d’Ors. Texto Carlos Gollonet. Preimpresión Lucam. Impresión Brizzolis. Encuadernación  Ramos. Ed. Mauricio d’Ors (Madrid, 2017)


Riberia. Carlos Traspaderne

5 octubre 2016

traspaderne

Almendro. Carlos Traspaderne.

El paisaje, como imagen que es, nace de la voluntad de alguien. Una verdad tan elemental se nos suele olvidar, y acabamos pensando que los paisajes son categorías preexistentes y que están en algún lugar desde el que rescatarlos sin más, como si tuviesen derechos adquiridos que hubiese que respetar obligatoriamente. Si algo debería haber dejado claro la imagen fotográfica desde su aparición, es que antes de cada fotografía debe existir esa voluntad a la que me refiero. Identificarla nos sería también hoy de mucha utilidad para conducirnos un poco mejor en la era de la masificación de las imágenes. Es una voluntad que se puede fijar antes de tomar una fotografía o cuando esa fotografía ya se ha materializado, no hay contradicción en ello, incluso se puede identificar mucho tiempo después. Las fotografías constituyen registros precisos fruto de un dispositivo técnico que les da su ser, pero son antes que nada certificaciones de un esfuerzo por singularizar algo que previamente no era más que irrelevancia o confusión visual.

Las fotografías de esta Riberia de Carlos Traspaderne son cuadradas. Si hay algún formato que señala el deseo del autor de construir una imagen es el cuadrado, en especial cuando se aplica a eso que llamamos “paisaje”, sea del tipo que sea, y que de un modo natural miramos en horizontal. El hecho de constreñir las salidas de la imagen a izquierda y derecha no es más que una afirmación rotunda de la presencia de quien mira, que subraya así sus intenciones y su voluntad. Es un encuadre acentuado, que encuentra su razón de ser en la capacidad decisoria de quien quiere algo concreto. A cambio, la grandeza del escenario es menos grandeza, la mirada se ve más obligada a buscar un punto, no puede expandirse libremente.

Estas fotografías quieren que nos detengamos en lugares sin gracia aparente, al pie de un camino apartado, ante construcciones humildes un tanto perdidas en campos grises bajo cielos grises. Tienden hacia el “no paisaje”. Nos proponen la contemplación de huertas, árboles, vallas, paredes improvisadas y sin pretensiones, precarias a menudo, cabañas donde guardar algunos aperos o sencillamente nada, lugares para dar familiaridad a un trozo de campo, en los que descansar unas horas, refugios para guarecerse un rato o donde buscar quizás el ritmo más lento del labrantío, de los días, de las estaciones.

Fluyen las nubes pesadamente sobre los campos llanos, por encima de un río que nunca llegamos a ver y que marca todas estas tierras de Riberia. De cuando en cuando aparece un núcleo un poco más urbanizado, más o menos próximo. Señales, rótulos, cables, bidones, sembrados, todo en aparente desarreglo… Una especie de inventario desordenado de cosas que a esa idea romántica del paisaje que una vez heredamos parecen convenirle poco. Un inventario también de objetos, horas y lugares que testimonian el propósito de alguien que ha querido convertirlos en paisaje, que ha encontrado en ellos cualidades que identifican territorios que solo un río no puede desunir. Paisajes nacidos de una voluntad.


Publicado en el libro «Riberia», de Carlos Traspaderne, en preparación (Aloha Editorial, Madrid)


La casa Huarte

29 julio 2016

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Paco Gómez. Casa Huarte, Madrid, 1966 (reproducida de la revista «Arquitectura», COAM, Madrid, 1966)

Casi cuarenta años después de su construcción, por una de esas casualidades que tienen que ver con la amistad, tuvimos ocasión de dormir una noche en la famosa Casa Huarte, en Madrid (J. A. Corrales / R. Vázquez Molezún).  La vida había abandonado tan singular edificio, y un silencio denso se había apoderado de aquellas estancias. Recuerdo haber pensado en la cantidad de cosas que ese silencio guardaba, pero eso fue una sensación que podría hacerse extensiva a cualquier vivienda deshabitada. Mirando reposadamente las líneas, los espacios, la luz, me planteaba cómo resolvería un supuesto encargo para fotografiar el edificio.

Me parecía -y me sigue pareciendo- complicado. Apenas hice fotografías en aquella ocasión, y las que hice tenían que ver poco con la arquitectura. Me venía a la cabeza la figura de Paco Gómez, quien trabajó en ese lugar, un fotógrafo que siempre me gustó, a quien conocí y reconocí tardíamente y cuyo nombre, más allá de la obra personal, estuvo vinculado durante quince años a la revista Arquitectura. Tuvo que vérselas a menudo con edificios y construcciones notables, y él no era un especialista. Se señala en el catálogo de la muestra “Archivo Paco Gómez. El instante poético y la imagen arquitectónica” (comis. Alberto Martín), que no hizo “fotografías de arquitectura”, sino, más bien, “fotografías con arquitectura” (I. Bergera)

A Paco Gómez recuerdo haberle oído contar cómo era un lego en la materia cuando empezó a colaborar con la revista. Solo con el paso del tiempo consiguió saber del tema, tras largos años de amistad y de relaciones con arquitectos y, sobre todo, tras muchas horas de mirar. Para un fotógrafo con espíritu de autor, una especialidad fotográfica como la arquitectónica representa un verdadero reto. Tiene ante sí dos alternativas, según ponga en primer plano o no ese espíritu autoral. Paco Gómez no era un profesional, ni aspiraba a serlo. En esa especie de pulso consigo mismo, apenas tendrían cabida aspectos específicos como el aislamiento espacial de la construcción, el cuidado de las verticales o la elección de las mejores luces para resaltar la belleza o las excelencias de un edificio. La arquitectura tendría que pasar por el fino filtro que él mismo determinase, para resultar en imágenes en las que “lo arquitectónico” quedaría subordinado sin demasiadas concesiones a su credo estético, a menudo tendente a lo abstracto, a una mirada con clara inclinación social e interesada por el entorno, a su gusto por el detalle y a una preferencia por los contrastes fuertes.

Esas prístinas cualidades, sin embargo, se irían desdibujando con el tiempo. Cuando fotografió la Casa Huarte, en 1966, sus imágenes reflejan ya una clara evolución hacia una práctica más profesional, evolución que se acentuaría hasta el fin de su colaboración con la revista Arquitectura. Sus “paredes cochambrosas” irían dando paso a superficies más limpias, a líneas más puras, el autor cediendo poco a poco ante el veterano. Decir que Paco Gómez fue un fotógrafo de arquitectura es un error. Ignorar que su relación con la arquitectura es una de las más interesantes que se han producido en nuestro país, es otro. Esa relación, inicialmente coyuntural, fue gestionada por los responsables de la revista. Ellos son quienes acertaron a ver que esa fotografía de escenarios entre lo distinguido y lo vernáculo, entre lo nuevo y lo abandonado, filtrada por el lirismo del autor, era muy atractiva. En el fondo, se limitaron a dejarse conducir por la potencia de las imágenes de Paco Gómez. Y él, quizás porque no sabía entender la fotografía de otro modo, tampoco buscó más aventuras. Cuando nuevos aires parecieron necesarios, el fotógrafo y los responsables de la publicación, casi a la vez, lo dejaron del mismo modo que lo habían iniciado: sin ruido ni alharacas de ningún tipo. Deberíamos recordarlo, para no pasar, como si tal cosa, del olvido a la sublimación.